Autor: Lino Morales Gómez
Los tradicionalistas, la
alta aristocracia, los grandes latifundistas, las élites privilegiadas, los que
detentan títulos nobiliarios, etc., para darle más fuerza a este sistema de
diferenciación de clases, dirán que los usos y las costumbres tienen siempre
fuerza de ley, que hacen ley. También dirán que nuestras tradiciones son
"sagradas", que son transmisiones de nuestros antepasados, de
nuestros ancestros, que sólo por eso no se deben violar. Alegan que por
tradición tienen derecho a manipular la rentabilidad de los que trabajan por
cuenta ajena y a regular una buena parte del valor de sus trabajos.
Dirán que la persona o personas que traten de cambiar,
corregir o enmendar esas “sagradas tradiciones” se les debe acusar de locos
revolucionarios, de degenerados salteadores; les descalificarán y dirán que se
merecen que los encierren, que no son dignos de que los escuche nadie, todo por
no amoldarse a secundar, sin cuestionar, esas consabidas tradiciones. Además,
para ser más persuasivos, revisten a las tradiciones de "valores", de
“sanas moralidades”, de “respeto”, de “legítima legalidad”.
Por otro lado, no cabe duda de que todo esto pesa mucho
sobre los ánimos de los legisladores incluso de los juristas de turno. Ésta es
una de las principales causas por las cuales nuestros legisladores sacan esas
leyes tan embrolladas, tan retorcidas y tan repugnantes, tan fuera de los
verdaderos derechos humanos y tan difíciles de cumplir a la hora de ponerlas en
práctica.
Por eso, ni estas democracias ni estas libertades actuales
resultan auténticas. Efectivamente, los ciudadanos de a pie no ven sinceridad,
ni auténtica coherencia en la aplicación de la justicia y no acaban de avenirse
con estas nuevas democracias ni con estas libertades. Tampoco ven que estos "manejos
de las riquezas" se avengan con la equidad ni con el derecho natural. Ven
que no hay sinceridad en lo que nos predican los políticos y los legisladores
de nuestro tiempo.
Otro concepto que ahora también está de moda es la llamada
"competitividad". Viene a ser una especie de guerra en las
actividades comerciales entre los especuladores e, incluso, entre naciones para
apoderarse de los mercados y manipular precios y valores. La competitividad
parece ser que sólo es exigible a los productores; a éstos se les apremia y se
les exige más rendimiento, más productividad, y con la misma o menor
remuneración. Si la empresa obtiene pocos beneficios o va mal económicamente,
siempre se suele culpar de ello a los obreros; bien por poco rendimiento o por
poca preparación o especialización, por todo lo cual, siempre se les está
amenazando con cesarlos. Si la empresa va bien y la comercialización de los
productos es fluida y beneficiosa, con pingües ganancias, entonces se dice que
ello es debido a la buena dirección, gestión y administración de los directores
y gestores de la empresa. Entonces, los beneficios no revierten en los
empleados.
Si ha habido una labor diligente y sacrificada de los
trabajadores de a pie, se silencia y no cuenta. Los honores, así como los
honorarios siempre son para el empresario, para los accionistas y algunas
migajas para los cuadros directivos. Los sufridos trabajadores, fuera de la
dirección, ni ganan honores ni peculio alguno con ello. Se acostumbra a
decirles que ya es suficiente con dejarles que puedan seguir prestando su
trabajo a la empresa, que no es poco tener un puesto de trabajo en estos
tiempos. Tal como están organizadas las producciones y la comercialización de
los productos, sólo se benefician los especuladores financieros. Precisamente,
los no productores.
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