Hubo largos períodos de
tiempo en los que las comunidades humanas se comportaban como una sociedad
familiar, viviendo en armonía y en concordia. En el seno de la misma, todos se
sentían seguros y libres. Se daban mutuo y desinteresado apoyo ante los
peligros y los rigores de la naturaleza. Con su unión, suplían la fragilidad de
los seres humanos.
En aquellas primeras
familias, tribus o comunidades de hace varios millones de años, todos
contribuían con su trabajo para proporcionar medios de vida para la comunidad.
Se sentían satisfechos y orgullosos por contribuir al bienestar general.
Competían a ver quién aportaba más bienes y medios de vida a la comunidad.
Algunos comenzaron a
adiestrarse y a especializarse en algunas determinadas actividades y otros en
otras. Esto, más tarde, con la habilidad y con la especificidad dio lugar a
determinadas profesiones. Con ello, vino la “especialización” y la división de
los quehaceres, además de aumentar los medios de vida, el progreso y,
finalmente, la elevación del nivel de conocimientos.
Con estos logros vivieron
felices y en armonía placentera durante largos períodos de tiempo hasta que un
desdichado día apareció aquella ponzoñosa “serpiente bíblica” ofreciendo
fabulosas grandezas personales, riquezas individuales, dominios personales
absolutos y, con ello, placeres desenfrenados, etc. El orgullo desmedido de
algunos hombres les hizo creer que podían alcanzar con las manos hasta el cielo
y el poder de los dioses. Esas mentes calenturientas indujeron a concebir
la construcción de la fabulosa y famosa
“Torre de Babel”. Empezaron los dominios absolutos.
Estos relatos bíblicos son metáforas que
quieren mostrarnos y darnos a entender dónde radica el origen y las causas de
los males que aquejan a nuestras relaciones sociales humanas. Con estas fábulas,
se quiere significar el fraccionamiento y el hundimiento de la armonía de las
sociedades humanas, así como el poder de su unión, el poder de “lograr todo lo
que se propusiesen” si hubieran permanecido unidas. Algunos, (aunque pocos)
hombres endiosados y ávidos de poder y de poseer fueron organizando cada uno de
ellos su bandería, su pequeño grupo de adeptos y quisieron imponerse a los
demás, pretendiendo llegar a ser poderosos patriarcas, faraones, emperadores,
etc.
Estos malditos personajes consideraban a las
gentes del pueblo como si fuesen animales de su particular propiedad. Para nada
tenían en cuenta ninguna clase de derechos humanos, ni de moralidades. Fueron
poseídos por el ansia de poder y de dominar a sus congéneres y, con ello, provocaron divergencias y querellas.
Así, aparecieron grandes disociaciones de
aquella emergente sociedad. Comenzaron a surgir ciertos y pequeños reinados,
que dieron lugar a las malditas guerras, sólo con el afán de ensanchar sus
dominios, provocando y dando lugar a extraños aislamientos y a enajenaciones,
además de a salvajes comportamientos. Empezaron los patriarcas, los reyes, los
faraones, los emperadores, etc. a
organizar los imperios, los condados, los ducados, los reinos, etc. Y así se
dio lugar a las tan ensalzadas “patrias” de nuestros tiempos.
Algunos de aquellos mandamases se sacaron de la manga aquello de “por
Dios, por la patria y el Rey, hasta la última gota de sangre”. Esta frases y
otras parecidas han sido durante mucho tiempo muy populares. En muchas
ocasiones, se las ha tenido por consignas sagradas. Lo cierto es que en su
nombre se han cometido horrorosos genocidios. Estas frases son como dardos envenenados que tienen en su haber
sanguinarias atrocidades.
No es que fuesen malas en sí mismas todas
aquellas bienaventuranzas que la astuta serpiente bíblica ofrecía. Los
instintos, los deseos, el egoísmo, los sentimientos, el entendimiento, incluso
el dominio que el hombre ejerce sobre las especies de plantas y de animales,
los placeres naturales, el orgullo, todo esto bien entendido, son como palancas
de lanzamiento, son estímulos que nos mueven a ser activos y a obrar.
Si muchas de estas facultades son bien entendidas,
bien racionalizadas y bien empleadas, con ellas se puede progresar sin lesionar
ni la dignidad ni la libertad, ni la honradez ni los derechos naturales de nuestros
conciudadanos o semejantes.
Todas
estas potencialidades bien empleadas habrían dado buenos frutos si se
hubiesen tomado en sus justas proporciones y a su debido tiempo.
“No puede haber una moral de la norma
separada de la moral de la intención, no puede haber una moral objetiva
separada de la moral subjetiva” dice Francesco Alberoni en una de sus obras.
Lo malo de aquello fue que algunos hombres
no supieron digerir de golpe tanta bienaventuranza como se les ofrecía. Lo malo
es que no quisieron compartir aquellos halagadores y fabulosos poderes
mentales, aquellas promesas de bienaventuranzas.
Un antiguo
mito dice: “Ahrimán quiso imponer el
reino de las tinieblas en la tierra”. En parte lo consiguió, debido a la
incomprensión de algunos hombres que no supieron dominar sus propios impulsos
sentimentales, sus egoísmos, sus ansias de poder. No supieron emplear
correctamente sus energías ni sus facultades personales en lo que y para lo que les fueron dadas.
Creo que ahora ya sabemos, por dolorosa
experiencia, que hasta las cosas buenas, tomadas y usadas sin medida y a destiempo, se convierten en dañinos,
malsanos y perjudiciales vicios.
Así que, en la práctica, desde muy
antiguo, se impuso un ciego egoísmo, unos odiosos, insaciables y despóticos
dominios, se impuso un desmedido orgullo, unos ciegos delirios de grandeza. Estas
desenfrenadas y ciegas pasiones indujeron a algunos hombres a una insaciable sed de poder y de poseer
individualmente los bienes de la naturaleza.
Algunos hombres quedaron inoculados y
contaminados con aquellas malas artes de aquella envenenadora, “serpiente
bíblica”. Todo por causa de haber interpretado y empleado mal aquellas
policromas y tentadoras pretensiones de
grandeza.
Para conseguir sus malsanos propósitos
comenzaron por apropiarse privadamente o sea,
para sí propio, los elementos naturales, a apropiarse de la “despensa
natural”, la despensa que nuestra madre naturaleza había creado y puesto a
disposición de todos. También se apoderaron del fruto del trabajo personal del
común de los hombres. Monopolizaron y se apropiaron de la cultura. Ésta les fue
negada o la quitaron del alcance de las gentes del pueblo, negando el progreso
de la ciudadanía y, con ello, oscurecieron el entendimiento de los pueblos.
“La soberbia del hombre hace que desee el
dominio, y nada le mortifica tanto como no poder mandar” dirá Smith en 1982.
Con todas aquellas indebidas apropiaciones,
se perdió la paz, la concordia y la fraternidad.
Algunos hombres comenzaron a revestirse de
ridículos y odiosos títulos nobiliarios y de pomposas dignidades. Y sometieron
a servidumbre y a esclavitud a sus semejantes, abjuraron de lo concordado,
hollaron los derechos naturales de los demás, con ello quedó denigrado el común
de los seres humanos.
No bastó con que la inmensa mayoría de las
gentes que formaban aquel antiguo conjunto social fuesen fieles y consecuentes
con los compromisos que de antemano tenían concertados, ni tampoco con optar
por guardar aquella natural y fraternal sociabilidad familiar tradicional. El
mal está en que algunos hombres quisieron y quieren conseguir de su naturaleza
personal más de lo que ella les puede dar.
Aristóteles en “La Política , capítulo VII” dice algo pertinente al caso:
“Es cosa evidente que si conocemos las causas que arruinan los Estados, debemos
conocer igualmente las causas que los conservan. Lo contrario produce siempre lo contrario, y
la destrucción es lo opuesto a la conservación”.
Nunca faltaron, ni faltan, hombres que son
proclives a querer tener más derechos que los demás. Por culpa de esos pocos
engreídos surgieron las discordias, los engaños, las traiciones, los crímenes,
las guerras. Por hombres que no quieren comprender que no es justo apropiarse
el trabajo de los demás, y que es preciso el intercambio de ideas y de
esfuerzos para progresar. Hombres que no comprenden que el aislamiento
embrutece y embota las facultades mentales de la persona.
Suscribo un mito que viene al caso y dice
así: “Es preciso que interceda Mitra para doblegar a Ahrimán. Y que pueda
imperar Ormuz en toda la tierra y con él florezca la luz y con ésta la armonía
y la paz”.
Aquellos hombres egoístas no solidarios
sólo procuraron elevar su propio y personal nivel social y su manera de vivir,
aunque ello fuese a costa de agobiar con fatigosos y duros trabajos no
remunerados debidamente a los demás. Intentaron cargar los trabajos y las
fatigas a los otros. Y para conseguir esto no dudaron en usar la violencia. Así
impusieron las desigualdades y las esclavitudes. Esclavitudes que, con algunas
determinadas mutaciones, seguirán mientras haya amos y criados, mientras haya
empresarios y asalariados.
Aquellos hombres, en vez de preocuparse
por el progreso de las gentes del pueblo, más bien se sirvieron de las gentes
para su propio y personal engrandecimiento, para amontonar riquezas y honores
para ellos y para sus particulares familias. Usaron y usan torticeramente los
conocimientos del bien y del mal. Han creado, en su lugar, tres ponzoñosas
injusticias de ámbito mundial, injusticias que dieron al traste con la paz y
con la honradez. Tales son “la idea de las patrias y las apropiaciones indebidas, tanto de los elementos naturales como del trabajo de los demás".